De forma mecánica, Leopoldo no paraba de dar vueltas al café que le habían servido. Una frase de Borges no para de repetirse en su cabeza: «Siempre pensé que el paraíso sería algún tipo de biblioteca», y no podía disfrutar de ese paraíso por las oscuras intenciones que albergaba. Para Leopoldo entrar en una biblioteca era un bálsamo que lo curaba todo, y hoy no podía disfrutar de ese paraíso. Era contraproducente que lo relacionaran con visitas asiduas a la biblioteca, siquiera que todo saliera bien. Así que lo mejor era lo que estaba haciendo, esperar a que el muchacho que veía tocar el violín en la puerta de la biblioteca de Luarca disfrutara por un momento de ese paraíso.
Leopoldo había planeado matar a su mujer, por fin iba a terminar lo que empezó nada más casarse. Llevaba años matando a Martina con su indiferencia, arrogancia y prepotencia, anulándola como persona y considerándola poco más que un objeto de su propiedad, pero de cara a la sociedad eran el matrimonio perfecto que se querían como el primer día. Leopoldo había cursado estudios de magisterio en Valladolid, pero el último año lo curso en Oviedo, donde conoció a Martina. Martina tenía la carrera de Magisterio al igual que él, pero nunca había ejercido. Se conocieron en el último año de carrera, y al finalizar los estudios se casaron. Leopoldo, era un hombre de carácter fuerte y posesivo, que había sabido muy bien disimular la personalidad narcisista que tenía hasta lograr casarse con Martina. No habían tenido hijos por decisión unánime de Leopoldo. Aún recordada él viaje que realizaron a Londres al poco de casarse, eran otros tiempos en España; para todos fue el regalo de cumpleaños de Martina, pero la realidad era bien distinta. Martina se había quedado embarazada y la obligo a abortar. Para Leopoldo Martina era de su propiedad. No tenía voz, ni voto. La tenía totalmente anulada como persona. Él había decidió que Martina no debía de trabajar, no debía de tener hijos, no debía de tener amigas, su vida social se debía circunscribir a la de él, y poco a poco la fue distanciando de su familia.
El pasado mes de septiembre hizo treinta años que habían llegado a Arcallana[1]. Había tomado posesión de la escuela, y aquel plácido y tranquilo pueblo le había dado algo de calma a su retorcida alma; era ahora que estaba a punto de jubilarse, que había decidido que quería experimentar algo nuevo, y saber lo que se siente planeando el crimen perfecto. Desde hacía unos meses tenía la necesidad imperiosa de experimentar como sería acabar con la vida de Martina.
Se había imaginado muchas formas, como fingir un suicidio y ser el desconcertado y desconsolado viudo. Todo eso estaba muy bien, pero él quería algo más sutil, y una mañana observando como su mujer se ponía perfume antes de salir a misa; había encontrado el modo. Todo era perfecto, desde niño era aficionado a la química, afición que nadie sabía, y es más, en su despacho había una puerta secreta que llevaba un laboratorio que solo él conocía. Comenzaría a buscar un veneno que no dejara rastro y que Martina se lo podría todos los días. Iba a envenenar su perfume, de forma lenta iría haciendo efecto hasta que llegara el desenlace tan deseado por Leopoldo. Nadie sospecharía, tenía que buscar un veneno que la fuera debilitando y que provocara un fatal desmayo, así todo parecería un irremediable accidente. Y por eso está privado de su paraíso, no podía permitirse el lujo que alguien lo asociara sacando libros de venenos. Por ese motivo estaba esperando ver salir de la biblioteca al muchacho que toca el violín, y comprobar como deja el libro en la taquilla número trece de la estación de autobuses, tal y como le indicaba en la nota que le dejo con cien euros en la funda del violín.
Martina estaba esperando el café que había pedido, sentada en una de las innumerables terrazas que visten con sus mesas, sillas y manteles la Plaza de la Mariana. Era un día de finales de octubre, pero hacía una tarde cálida para estar en el exterior y observar el ir y venir la gente en su rutina matutina. Martina aspiró con suavidad el aire que venía cargada de salitre y paseo su mirada por las casas de vivos colores colgadas en la montaña, Cudillero se presentaba majestuoso ante sus desilusionados ojos. La camarera le dejo el café con leche y siguió atendiendo más mesas. Los nervios hicieron que unas mariposas revoloteando en su estómago, y que un sudor frío le recorriera la espalda. Está muy segura de lo que quería hacer, pero no estaba en su naturaleza asesinar. Estaba organizando el asesinato de su marido; después de meditarlo mucho, y llevar toda la vida con Leopoldo, era su única salida. Había intentado separarse nada más casarse, después de aquel horrible viaje a Londres, en el que la obligo a matar a su hijo. En ese momento comenzó un odio que fue aumentado con los años de matrimonio y que solo logro apaciguar el maravilloso pueblo en el que vivían, Arcallana, con su tranquilidad en medio de las montañas, el paisaje pintado en azul y verde que la saludaba todos los días al despertar, solo esa aparente calma, había logrado apaciguar durante años el volcán que tenía en su interior, y que con la próxima jubilación de Leopoldo había entrado en erupción.
Hacía treinta años que habían llegado a Arcallana, Leopoldo como maestro y ella como la mujer del maestro. Jamás trabajo fuera de casa porque Leopoldo no quería, así que durante esos años ejerció de ama de casa y de la mujer del maestro. Durante los primeros años el odio y el dolor consumían a Martina, cada vez que veía a Leopoldo con sus alumnos hablándoles de modo paternal, y ese odio se disparaba cada vez que en las escasas reuniones que tenían con su familia, ya que Leopoldo no tenía ningún familiar vivo, les preguntaban para cuándo pensaban aumentar la familia, y Leopoldo respondía con cinismo que lo intentaban, pero que la naturaleza no les quería hacer ese regalo. Una sombra sacó a Martina de sus tenebrosos recuerdos. Delante de ella estaba Nico con el mono de trabajo manchado de grasa. Nico era el hijo del dueño del taller donde Leopoldo llevaba el coche a revisión. Esa mañana había ido Mariana porque él estaba en la escuela y el coche tenía que pasar la ITV. Nico le dejo a Martina las llaves del coche sobre la mesa y un sobre con la factura que había pagado por el cambio de las ruedas. El señor Gómez, le había dicho que se fuera a tomar un café y que su hijo le acercaría las llaves del coche cuando estuviera listo. Martina le dio las gracias a Nico con una amable sonrisa y este inclino la cabeza a modo de respuesta. Martina siguió con la mirada a Nico mientras este se perdía entre la gente de vuelta a su trabajo; con un movimiento rápido, Martina guardo las llaves del coche en el bolso y con disimulo miro dentro del sobre; allí estaba un diminuto frasco con el etilenglicol. Nico había cumplido, Martina se sentía un miserable por haber utilizado la adicción de Nico a los estupefacientes para conseguir el etilenglicol; 700 € habían bastado para que Nico le consiguiera su pasaporte a la libertad. Martina cogió el bolso y el libro que estaba sobre la mesa y se levantó para llevar el coche a la ITV, tal y como le había ordenado Leopoldo. Su mente no paraba de imaginar cómo sería ese momento en el que Leopoldo diera su último suspiro. Un regocijo inmenso estalló en su interior, dejando traslucir una leve sonrisa de satisfacción; «en breve seré libre, primero seré una afligida viuda que echara tanto de menos a su compañero de vida que necesitara poner tierra de por medio, y que mejor lugar que París para intentar recomponer mi alma rota…», pensó Martina. París siempre es una buena opción, y como dijo Humphrey Bogart a Ingrid Bergman en Casablanca: «Siempre nos quedará París» recordó Marina mientras se perdía entre la algarabía de la gente que llenaba de vida la Plaza de la Marina.
[1] Parroquia española del concejo de Valdés, en Asturias.