Todo comenzó una bella mañana de septiembre. Aquel día había amanecido con un radiante sol que brillaba en un cielo azul intenso, ni una mínima nube se atrevía a surcarlo. El viento del sur soplaba con delicadeza meciendo los manzanos cargados de la deliciosa fruta. Por el camino que conducía al pueblo, iba una joven elegantemente ataviada con una pequeña maleta negra, que agarraba como si la vida le fuera en ello, y de tras de ella don Tobías, paisano del pueblo vecino que llevaba a Perico, su borrico, cargado de maletas hasta el rabo.

—Esta mozina no se cansa—, pensó el señor Tobías mirando de soslayo a la joven esbelta que con paso firme caminaba en dirección al pueblo.

A la entrada del pueblo había un manzano, que a juzgar por su aspecto debía de llevar bastante tiempo contemplando el ir y venir de los vecinos del pueblo. Esther, que así se llamaba la joven, echo un rápido vistazo a la plaza de aquel curioso lugar. Se encontraba en una aldea que no tendría más de treinta vecinos, donde la carretera de acceso al pueblo era de tierra y piedras. En tres kilómetros había contado catorce curvas. Parecía que estaban subiendo al cielo y que la escalera era aquella inmensa y majestuosa montaña, y el único medio para llegar era Perico, el borrico del Señor Tobías, que con desdén la miraba culpándola del sofoco de llevar sus bártulos.

Un alegre griterío los recibió. Algunos niños estaban jugando sentados debajo del solemne manzano mientras sus madres lavaban en el lavadero del pueblo. A la algarabía de los niños se unió los rebuznos de Perico, harto de cargar con las maletas, y el tañer de la campana de la iglesia que anunciaba el ángelus. Como si de un aviso se trataran los rebuznos de Perico, todas las miradas de los allí presentes se clavaron en don Tobías y la desconocida que lo acompañaba. Los niños miraron a la desconocida con curiosidad, las madres con recelo y desconfianza. En el pueblo no estaban acostumbrados a recibir extraños y aquella mujer ataviada con un traje, chaqueta azul, camisa roja, zapatos de tacón altos, nada adecuados para andar por aquellos andurriales, y peina con moño que era adornado con un pequeño sombrero al estilo Jackie Kennedy, les produjo aún más desconfianza. Las mujeres que estaban en el lavadero se miraron unas a otras sin articular palabra. Era como si un figurín de las revistas que veían cuando bajan por víveres a casa de la Señora Tomasa se hubiera materializado y estuviera plantada en medio de la plaza del pueblo con una pequeña maleta negra que sujetaba con fuerza.

—¿Tú quién eres?

—Hola, pequeña —contesto la desconocida con una dulce sonrisa en los labios—. Soy la nueva maestra y buscaba al alcalde.

—¿Cómo te llamas? —pregunto la pequeña con ojos curiosos y mirándola de arriba abajo.

—Esther —contesto la desconocida con dulzura— ¿Y tú?

—Gabriela —respondió alegremente la niña al tiempo que la tomaba de la mano—. El alcalde no está. Está en la braña con Esmeralda, Pinta, Roxia, Careta, Negra y Luna.

—¡Ah! ¿Qué son su mujer e hijas? —Preguntó inocentemente Esther.

—Que tonta!, —dijo la niña partiéndose de risa—. Son sus vacas y su perra. Ven,—dijo la niña a la par que la tomaba de la mano y tiraba de ella en dirección al lavadero.— Esta es la mujer del alcalde —indico la niña.

—Buenos días, señora —saludo Esther con naturalidad a la mujer que tenía enfrente y que la miraba de reojo—. Soy la nueva maestra, Esther, y me gustaría saber dónde está la escuela para dejar mis cosas.

La mujer con gesto huraño le indico el camino que salía a la izquierda del lavadero. Perico fue quien inicio la marcha seguido por su sueño y Esther. Al final del camino encontraron un recio edifico de piedra bastante deteriorado. En la parte de abajo se encontraba un habitáculo cuadrado, con el suelo de tabla muy deteriorada y unos 15 pupitres sucios y desvencijados. Algunos cristales estaban rotos y las telas de araña adornaban la estancia. Una linda gatita blanca y negra salió a saludarla con sus tres gatitos. Alguien que me recibe con amabilidad pensó Esther al tiempo que miraba descorazonada la escuela. Volvió sobre sus pasos y subió la esclarea de piedra que conducía al piso de arriba. Se encontró con lo que supuestamente era la vivienda. Si el aspecto de la escuela era descorazonador, el de la vivienda lo era aún más. Era imposible vivir allí.

Esther bajo las escaleras presurosa y sin mediar palabra con el señor Tobías que estaba intercambiando impresiones con un vecino que estaba recogiendo manzanas. Cuando llego al lavadero las mujeres estaban cuchucheando sobre la desconocida.

—Esther interrumpió los cuchicheos— Las mujeres la miraron sin mediar palabra. Fue la mujer del alcalde, la que con aspecto desafiante se acercó a ella.

—Y ahora la señoritinga que quiere,—clavándole una miranda furiosa.

—¿Su nombre… es? Pregunto Esther con toda la calma del mundo.

—Virginia respondió la mujer. Diga rápido lo que tenga que decir que tenemos cosas que hacer.

—Mi nombre es Esther, y como les he dicho anteriormente soy la nueva maestra. He visto la escuela y está inhabitable. Tenemos que buscar una solución. No querrán que sus hijos reciban clase en un lugar insalubre.

—Pero esta señoritinga quien se cree que es para venir a insultarnos a nuestro pueblo con esos aires de capital., intervino otra mujer desde el fondo del lavadero.

—Oiga,—se defendió Esther— yo no he insultado a nadie.

—Como que no continuo la mujer. Nos dice palabrerío que entendemos, y con esos aires de superioridad. Coja el camino de vuelta.

—Lamentando mucho eso no puedo hacerlo —manifestó Esther de forma tajante— Así que tenemos que buscar una solución. Hay que limpiar la escuela y necesito un sitio donde alojarme. Dicho esto, se sentó en una esquina del lavadero, justo donde salía el agua limpia que bajaba de la montaña.

—Mamá, ¿qué pasa? —Era Gabriela que con angustia miraba a la mujer que increpaba a la maestra.

—Nada —respondió Cristina, malhumorada a su hija.

—Porque le hablas mal a la señora guapa Yo quiero que sea mi maestra.

—Usted ha educador a una niña tan encantadora como Gabriela, por tanto, esa educación usted la tiene, aunque se empeñe en no mostrarla. Intervino Esther.

Como han pasado los años, se dijo Gabriela, mientras detenía el coche en frente de la vieja escuela. Ese día había estado explicando a sus alumnos de primaria en qué consistía la fotosíntesis, y no pudo menos de recordar a aquella extraña que apareció un día de septiembre con el viento del sur y que fue su primera maestra. Gracias a ella, ahora ella es maestra. De aquella maleta negra que no dejaba ni a sol ni asombra y que tanta curiosidad les causa a los alumnos. En aquella maleta llevaba sus libros, como ella les decía, su mayor tesoro.

Con paso lento, y mirada perdida en el tiempo, Gabriela subió los desgastados escalones de su vieja escuela. La escuela donde aprendió a leer, escribir, a descubrir el mundo ya tener curiosidad. La vieja escuela. Con mano temblorosa por la emoción, hizo girar el pomo de la vieja puerta y entro en el habitáculo que había sido la escuela. Un olor a rancio, humedad, tiza y libros viejos la recibieron transportándola a sus cuatro años. Paseo entre los viejos pupitres y se sentó en el que había ocupado aquel maravilloso curso. De repente volvió a sus cuatro años. A ser una niña curiosa, con mirada inteligente. Una pequeña de pelo negro que movía enérgicamente cuando no entendía algo. De nuevo, estaba allí, sentada en su pupitre y su querida maestra, doña Esther, con una brillante y roja manzana en las manos preguntando ¿Qué es la fotosíntesis? ¿Alguien me lo puede decir? Nadie. Bien, hoy os voy a explicar en qué consiste la fotosíntesis.

«Los árboles y las plantas usan la fotosíntesis para alimentarse, crecer y desarrollarse.

Para realizar la fotosíntesis, las plantas necesitan de la clorofila, que es esa sustancia de color verde que tienen en las hojas y responsable de ese característico color verde de las plantas. Es la encargada de absorber la luz adecuada para realizar este proceso

Las raíces de las plantas crecen hacia donde hay agua. Las raíces absorben el agua y los minerales de la tierra. Con el agua y los minerales absorbidos por las raíces hasta las hojas a través del tallo se realiza la fotosíntesis en las hojas, que se orientan hacia la luz. La clorofila de las hojas atrapa la luz del Sol. A partir de la luz del Sol y el dióxido de carbono, se transforma la savia bruta en savia elaborada, que constituye el alimento de la planta. Además, la planta produce oxígeno que es expulsado por las hojas…»

Un leve murmullo volvió a Gabriela a la realidad. Era su madre que de forma trabajosa se sentaba a su lado. Tu padre me dijo que había visto tu coche hace media hora y al no llegar a casa supuse que estarías aquí.

—Hola, mamá, respondió Gabriela —con dulzura.

—¿Qué haces aquí? —pregunto Cristina fijando la mirada en su hija.

—Recordar, volver a mis cuatro años. Cuando aprendí a leer, escribir y decidí que quería ser maestra.

—Te acuerdas mucho de ella, ¿verdad?

—SÍ. Aún recuerdo el día que llegó.

—Hija, yo siento vergüenza de lo mal que la tratamos y lo bien que ella se portó con el pueblo

—Bueno… los inicios no fueron fáciles —puntualizó Gabriela —pero cuando llego fin de curso llorábamos todos. Incluido el alcalde.

Estaba recordando la primera vez que me explicaron que era la fotosíntesis. Hoy se la he explicado a mis alumnos. Gracias a doña Esther yo soy maestra, y cada vez que llega septiembre para mí es tiempo de manzanas.

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