Un tímido sol de principios de septiembre daba luminosidad a aquella oscura mañana, al menos así se le antojaba a Leonor, oscura y triste. Leonor, debía de sentirse alegre, pero una punzada de dolor le atravesaba el pecho. Su hija Esther y si nieta Laly se marchaban del pueblo del páramo leones que las vio nacer y crecer, a un mundo nuevo, al menos así lo veía ella.

Asturias se le antojaba lejísimos, pero, a su hija Esther le había salido escuela en Cazo, Ponga, (Asturias). Corría el año 1965 y desde que Esther terminó la carrera de magisterio en 1958 había comenzado a ejercer en Asturias. Leonor paseó sus cansados ojos por el enjambre que configuraban los innumerables trenes que llegaban y salían de la estación de León. De pie, ataviada con un vestido negro, zapatillas de esparto negras y un mantón del mismo color en los hombros, para protegerse del fresco de la mañana, esperaba junto a su marido Manuel a que llegaran su hija y si nieta, habían ido a preguntar con cuanto retraso saldría el tren que iba para Asturias. Manuel miró hacia la puerta impaciente y al fondo vio aparecer a su hija seguida de su nieta. Con paso ligero y una sonrisa en los labios llegó Esther repleta de alegría y vitalidad.

—Padres, nos ha dicho que está ya en la vía.

Manuel comenzó a coger las maletas que estaban en el suelo ayudado por su hija y nieta. Leonor sostenía con fuerza el paquete con comida que les había preparado. Se había pasado la tarde anterior guisándoles un pollo para que lo comieran en el viaje. Con paso firme, Manuel inicio la marcha hasta el tren.

—Bueno, niñas, ha llegado la hora —dijo Manuel con voz firme.

—Toma Laly, no te olvides de la comida. (Leonor tendiéndole el paquete que sostenía entre sus temblorosas y arrugadas manos).

—Gracias, abuela —respondió Laly con dulzura.

—Escribe hija  —se le oyó decir a Manuel al tiempo que su voz era ahogada por la locomotora del tren.

—Les escribiremos abuelos —acertó a decir Laly sonriendo y llorando a la vez que despedía a sus abuelos, tan ancianos, tan frágiles…

La carta no se hizo esperar mucho. Una fresca mañana de septiembre Manuel entro raudo en la cocina con una carta en la mano, y una inmensa sonrisa le iluminaba el rostro.

—Leonor, Leonor, carta de Esther. Me la acaba de dar el tío Dionisio que se encontró con el cartero en la MediaVilla[1]

—¿Y qué dice? —apremio Leonor a su marido, al tiempo que soltaba la cuchara de madera en el plato de barro y apartaba la cazuela de patatas guisadas del fuego.

—No sé mujer, ahora la leo —Manuel poniéndose los anteojos y dejándose caer en el banco de madera.

Leonor acercó una silla a la mesa y se sentó. La puerta de la cocina se abrió y entro la nieta más pequeña, Azucena, seguida por una despistada gallina. La niña cerró la puerta y corrió a sentarse en el regazo de su abuela. De debajo de la mesa salían un leve murmullo de voces infantiles que rompían el silencio. Manuel y Leonor agudizaron el oído con curiosidad.

—¿Y para qué querrá el abuelo la radio?— decía un niño alto, delgado, de ojos negros y vivaces,

—¡Anda !—respondió una niña de la misma edad y altura que el niño, con cabello castaño y una dulce sonrisa— para enterarse de lo que pasa por el mundo.

—¡Javier! ¡Estherina! ¿Qué hacéis hay? —se oyó decir a Manuel que asomaba la cabeza por debajo de la mesa —y encima comiendo los garbanzos del gato. ¡Estos chicos! Venga, sentaos a mi lado en el banco, que voy a leer la carta de vuestra tía Esther y cuenta cosas de vuestras hermanas.

Los niños sin rechistar salieron de debajo de la mesa y se sentaron junto a su abuelo, que con sumo cuidado había comenzado a desdoblar la carta.

Todos atentos, dijo Manuel con los anteojos puestos y dispuesto a comenzar la lectura. El silencio fue lo que le dio pie a comenzar:

«Queridos Padres:

Esperamos que al recibo de la presente estén todos bien. Nosotras hemos llegado bien y estamos muy contentas. Estos parajes son muy diferentes a nuestro pueblo. Aquí todo es verde y muy montañoso. La vegetación es muy frondosa con bosques de castaños y avellanos. Donde nos encontramos es un pueblo pequeño que se dedican al ganado fundamentalmente. El paisaje es precioso. Prados verdes, pastados por vacas autóctonas de la región, caballos y alguna oveja. Ríos de aguas cristalinas y montañas que llegan hasta el cielo. Es un paisaje pintado en azul y verde que contrasta con el amarillo y marrón del páramo leones y sobre todo con las llanuras a las que estábamos acostumbradas, tanto es así que el otro día llegábamos tarde a misa y decidimos cruzar por un prado, pero no calculamos la pendiente que tenía y Laly, que estaba guapísima con el traje amarillo que tanto le gusta a madre., tropezó, y marchó rodando hasta el final del prado ¡Pobre! ¡Qué disgusto se llevó!, el traje termino marón y aún no ha sido capaz de sacarle las manchas.

Queridos padres no se preocupen que estamos bien. Lo único que me apena es tenerlos lejos y que en breve Ludi y Laly se marcharan, pero afortunadamente viene Arcadio todos los fines de semana que no trabaja. Ahora está jugando con los niños, que están en el recreo, con el balón que les ha traído.

Mil besos y abrazos para todos mis hermanos y sobrinos y para ustedes todo mi amor y cariño.

Su hija que lo adora

Esther»

—Parece que están bien —concluyó Manuel. Ves mujer como no tenías de qué preocuparte. (Mirando cariñosamente a Leonor).

—Ya lo sé —contestó Leonor mientras le acariciaba el pelo a su nieta Azucena — Es inevitable que una madre no se preocupe…

—¿Y dónde está ese sitio donde esta tía Esther y mi hermana? —preguntó Javier a su abuelo.

—Vete por la enciclopedia Álvarez —indicó Manuel a su nieto.

El niño salió veloz de la cocina al portal, donde había dejado el cabás de la escuela tirado encima de la vieja arca, fruto de las prisas de ir a jugar con su prima Estherina. Veloz como un rayo regreso a la cocina con el libro. Manuel se colocó los anteojos y busco un mapa de España.

—Aquí está vuestra tía Esther y vuestras hermanas —mostró Manuel con el dedo sobre el mapa de España—.

—Va… abuela. Están un poco más arriba que nosotros —dijo inocentemente Estherina.

—¿Qué es esto abuelo? —preguntó Azucena al tiempo que depositaba su delgado dedo sobre el azul del mapa.

—Eso es el mar —contestó Manuel con mirada soñadora.

—¿Y qué es el mar?—preguntó Estherina sumamente intrigada.

—Mis niños —comenzó a decir Manuel—. El mar es una gran masa de agua salada que no hemos visto nunca ninguno de nosotros.

—¿Sabes una cosa abuelo? —acertó a decir Azucena —Yo cuando sea mayor voy a conocer el mar y vivir en un sitio con mar.

—Eso está muy bien mi niña —respondió Manuel al tiempo que le daba un beso.

—¿Y qué hace la tía Esther en Asturias?— preguntó Javier.

—Buscar su destino. «Cada uno es artífice de su propia ventura».[2]— respondió Manuel con una orgullosa sonrisa asomando a los labios.


[1] Plaza Mediavilla de la población de Villar De Mazarife.

[2] Don Quijote. Capítulo 66. Segunda parte de Don Quijote de la Mancha. «Que trata de lo que verá el que lo leyere, o lo oirá el que lo escuchare leer».

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